Época: dominio etrusco
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El arte de la República Libre

(C) Miguel Angel Elvira y Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Además de las dos raíces -la etrusco-itálica y la griega-, el retrato romano tiene una tercera, absolutamente original y que ya a los antiguos sorprendía: la institución de la mascarilla funeraria y el uso que de la misma se hacía. Si es cierto que la estatua del Guerrero de Capestrano llevaba el rostro y las orejas revestidos de una lámina de oro, podría afirmarse que si no en todos, al menos en algunos pueblos itálicos la representación del muerto por medio de maniquíes que acredita Polibio en el siglo II, se practicaba ya en el siglo VI.
Tras exhalar el pater familias su último suspiro, un escultor sacaba el vaciado del rostro del cadáver y el positivo en cera del mismo, que se pintaba procurando que sus colores imitasen lo más cerca posible los del rostro vivo. Esta mascarilla se guardaba en el armario de madera instalado al efecto en el atrio de la casa, con el títulus en que figuraban su nombre, cargos, triunfos, conquistas y otros méritos. En compañía de las de los miembros de la gens que componían la galería de antepasados, esta mascarilla estaba destinada a figurar en todos los funerales que la familia celebrase en honor de sus muertos, llevada siempre por un sujeto cuya figura se pareciese mucho al personaje representado.

Tanto las galerías de antepasados como las procesiones de muertos llenaban de asombro a los visitantes de Roma. A Polibio se debe la descripción más esmerada de las existentes. Pese a lo culto y civilizado que era, no le sorprende en lo más mínimo presenciar en la capital del mundo una ceremonia que a más de uno parecería hoy propia de una tribu salvaje. Naturalmente él sabía muy bien que aquello no era un carnaval ni una mascarada folklórica, sino un rito arcaico cuidadosamente preservado por la aristocracia romana, como res privata, para educar a sus hijos en la virtus y desplegar ante el pueblo los servicios a Roma de la gens. Basándose en dichos que había oído referir de Fabio Máximo Cunctator y de P. Escipión, recordaba Salustio: "He oído muchas veces a insignes varones de nuestra ciudad afirmar que cuando miraban las maiorum imagines sentían en su ánimo un vehemente anhelo de alcanzar la virtus (la hombría, el valor del varón, vir). Es de saber que ni aquella cera ni aquella figura tenían en sí tamaño poder, sino que la memoria de las acciones llevadas a cabo encendía esta llama en el pecho de los varones egregios, llama que no se amortiguaba hasta que su virtus igualaba la fama y la gloria de aquellos antepasado".

La influencia de la mascarilla en el retrato romano es innegable, en cuanto ambos aspiran a ser reflejo fidelísimo del momento culminante de la vida del hombre, el momento del tránsito al más allá. Mascarilla y retrato son el recuerdo permanente del difunto, tanto si era joven como viejo. Equivalía al elogium, al cursus honorum, a la biografía del fallecido. Honos, fama, virtus, gloria, ingenium eran los hitos morales a alcanzar. El epitafio del hijo mayor de Escipión el Africano, muerto en plena juventud y cuando la vida no le había dado aún ocasión de desempeñar más cargo que el de flamen Dialis, declara paladinamente que las virtudes heredadas de sus mayores (las acabadas de enumerar) las poseía en grado tal, que de haber disfrutado de una vida más larga, hubiese superado fácilmente con sus acciones la gloria de todos sus antepasados:

quibus sei / in longa licu(i)set tibi utier vita /: facile facteis superases gloriam maiorum.

Una vez resuelto que el retrato romano de pura cepa iba a ser representación de la cabeza, había que buscarle un soporte digno, que le permitiese un asiento natural. Los poco exigentes o los muy tradicionales, como el dueño de la Casa del Menandro, se conformaban con un cuello cercenado de raíz por encima de las clavículas; así lo está la impresionante cabeza de terracota de la Colección Campana (hoy en el Louvre), trasunto fiel de una mascarilla de cera no retocada.

En varias regiones de Italia y Magna Grecia se hacían desde época clásica bustos de terracota grandes y pequeños, cortados horizontalmente. Unos representaban a diosas y a dioses; otros -especialmente en la Italia no griega de los siglos últimos de la República-, a personas vivas o muertas. No sabemos si por imitación o por pura coincidencia, estos bustos volvieron a estar de moda en la Italia del Quattrocento. Tenían la doble ventaja de ofrecer al retrato una base muy estable sin necesidad de peana y de que, cortado sencillamente, el busto, sin otra pretensión, daba a la cabeza una grata prestancia con respecto al cuerpo.

Pero al fin la llamada a imponerse como clásica fue la forma de busto exiguo y corte convexo, propio de cabezas destinadas a insertar en estatuas o en hermas. Los romanos no tuvieron inconveniente en adoptar de los griegos aquella solución a la que habían de sacar notable partido.

Aprendida ya la lección de cuanto los etruscos, los itálicos, los griegos y sus propias imagines tenían que decir al respecto, la aristocracia romana de la República, desgastada por crisis de varia índole y en dificilísima situación de recuperar su poder y su prestigio, logra paliar sus males por donde menos se hacía esperar: unas manifestaciones artísticas tan notables como para hacer de los últimos cincuenta años de la República Libre una época gloriosa en la historia de la civilización universal.